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Progredumbre

La discusión nacional ha alcanzado puntos álgidos de desencuentros entre las personas.  Dicho clima ha llegado a tal nivel, que hoy no es nada fuera de lo común encontrarse con individuos que, ya sea en la calle, redes sociales, conversaciones de sobre mesa y lugares de trabajo no son capaces de soportarse entre sí. Toda opinión que contravenga los principios propios ha de ser refutada desde la rabia visceral. Por el contrario, toda persona que sustente y promueva mis creencias es digna no sólo de aprobación, sino de admiración.

Desde una mirada simple, pero concreta, este clima tiene un origen claro y evidente. Es la denominada instalación del progresismo y su discurso política y socialmente correcto. Si tuviéramos que llevar a cabo una radiografía del perfil del progresista promedio, podríamos comenzar por señalar que se trata de personas que, en no pocos casos, manifiestan un estado de animadversión y disconformidad con la vida y el orden natural de cosas imperante en toda sociedad civilizada o que aspira a serlo. En otras palabras, disienten de la idea de que los individuos actúen libre y voluntariamente persiguiendo sus propios fines ya sea de forma individual y/o inter actuando pacíficamente con otros. No, eso no corresponde en el imaginario de sociedad justa y desigual de un progre. Lo correcto es que, dada la desigualdad producida en diversos campos de la vida, el estado intervenga por medio del establecimiento de un marco de normas lo más extendido posible.

Para un progresista, entonces, el estado siempre va a ser más sabio, más eficiente,  más inteligente y más capaz que la sociedad civil organizada de ayudar a los más desposeídos. Es justamente esta visión de las cosas la que genera uno de los peores problemas del pensamiento progresista, puesto que al concebir al otro individuo como alguien que no es capaz de pararse sobre sus propios pies, termina por minimizar y anular la dignidad de las personas, de hacerles sentir que no son capaces de regir su propia vida y que solo bajo el manto del estado, y nada fuera de él, es posible alcanzar el desarrollo y progreso de los individuos -parafraseando la idea del máximo exponente del fascismo, Benito Mussolini-

Como resultado de esta visión, se entra en la fase de ejecución de una agenda igualitarista, sustentada según ellos, en el principio de igualdad ante la ley. Para ello, no hay que escatimar en recursos ni estrategias que permitan que todos accedan al mismo nivel de educación, a la misma salud, o al mismo sistema de transportes. Lo que ignoran, es la enorme diferencia entre el principío de igualdad ante la ley y la idea de igualitarismo como actitud y forma de vida. Que los seres humanos seamos iguales ante la ley se entiende desde un principio moral, basado en la dignidad ya establecida en la condición de ser humano, que somos cada uno un fin en sí mismo y, por ende, no podemos ser sujeto de coerción arbitraria. El igualitarismo, en cambio, plantea que nadie puede llevar o aspirar a lograr un nivel de vida superior al del resto de la sociedad, castigando a quienes según sus capacidades, talentos y necesidades alcanzan un standard de vida y realización por sobre el logrado por los demás.

En el ámbito "valórico" respaldan la promoción selectiva de códigos como la tolerancia y el respeto, especialmente si se trata de minorías sexuales, grupos religiosos, niños trans o inmigrantes. Todo aquel individuo que disienta o manifieste su desacuerdo con las ideas o estilos que rodean a los grupos anteriormente mencionados, es tildado de fascista, homofóbico, intolerante, transgresor, apóstata, sedicioso, entre tantos otros calificativos. Por el contrario, cuando transexuales golpean y asaltan jóvenes, cuando miembros del islam promueven el terrorismo y lo llevan a cabo en el mundo entero, cuando personas desean cambiar el sexo de niños o niñas, aún no contando con la formación biológica adecuada para ello e ignorando estudios que demuestran que durante la adolescencia el 84% reafirma su sexo, se habla de lucha social y reivindicación de minorías "discriminadas".

Toda esta conjunción de elementos termina por configurar una sociedad plagada de dictadores de lo políticamente correcto, capaces de censurar al que piensa distinto, de renegar de los principios e ideas que han llevado a occidente al desarrollo, de atacar incluso empleando la violencia física a quien no rece sus credos. En fin, un estado de progredumbre que poca esperanza puede augurar a una sociedad que, tarde o temprano, termina por encontrarse inmersa en un marco de convivencia sin libertad económica, política e individual. Todo ello auspiciado por el perfil del ser humano progre, que descrito a la perfección por el abogado norteamerciano Gordon Liddy, es aquel que se siente en deuda con todo el mundo y pretende saldar esa deuda con tu dinero, y ahora más aún, con el costo de tu libertad.
 

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