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Gramsci y el Chile de hoy

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El filósofo, político y periodista italiano Antonio Gramsci es considerado por muchos una especie de Nostradamus. Dicho status se debe principalmente a su implícita capacidad de proyectar el fracaso de lo que sería la Unión Soviética en el ámbito político y económico. Lo interesante de todo esto, sin embargo, es que Gramsci no se detiene ahí.

Además de visualizar el escenario probable de ocurrir a fines del siglo XX, especialmente con aquellas sociedades que llevaron a cabo regímenes socialistas y comunistas, se encargó de levantar un mensaje que se transformaría en una especie de modus-operandi fundamental en las organizaciones políticas de izquierda, un requisito sine qua non  para trascender y perpetuar la corriente ideológica progresista. Es la denominada batalla cultural, que consiste en la promoción de las ideas que se deben instalar y configurar en el denominado sentido común de una sociedad determinada, a fin de ser aceptadas, promovidas y llevadas a la praxis. Dichas ideas no necesariamente tienen que ver con pensamientos e hipótesis que se hayan comprobado e intentado de manera empírica en determinadas circunstancias, sino más bien dicen relación con un conjunto de concepciones y creencias que se van construyendo con el paso del tiempo.

El resultado de este proceso es, en el mediano o largo plazo, la asimilación mental y emocional de principios, ideas y conceptos que, por ilógicos, regresivos o contrarios al progreso que puedan llegar a ser en la realidad, influyen y orientan el denominado "clima de opinión" al que hacía referencia Friedrich Hayek. Claro está, que el papel fundamental en la instalación de dichos discursos lo poseen los denominados intelectuales. En principio alguien podría suponer que la función de un intelectual se remite estrictamente a la generación de conocimiento y el cultivo de las habilidades que permitan entender dicho conocimiento. Sin embargo, el asunto va mucho más allá. Tiene que ver no con el contenido per sé, sino con la capacidad de orientar ese conocimiento y lograr que un porcentaje considerable de la población lo procese y almacene de la manera que cada intelectual espera que ocurra.

Ello es justamente lo que ha ocurrido en Chile. El país actualmente vive momentos de bastante expectación política en términos electorales. Las cifras de las encuestas señalan que el triunfo lo conseguiría Sebastián Piñera. Para muchos de sus electores, Piñera representa una especie de antítesis a lo que ha sido la experiencia de un segundo gobierno de Michelle Bachelet. Aún cuando un eventual triunfo del abanderado de Chile Vamos signifique el término de la centro izquierda en La Moneda, parece ser que nadie en la ciudadanía, ni de quienes forman parte del círculo del candidato y de los llamados partidos de derecha ha entendido que la verdadera batalla es de carácter político, que ya no se define entre izquierda o derecha, sino en la vía de continuar por este imaginario colectivo igualitarista, o cimentar una ruta hacia el liberalismo clásico, poniendo al centro del desarrollo a los individuos como únicos responsables de su proyecto de vida.

Durante los 20 años que la desaparecida Concertación de Partidos por la Democracia ostentó el poder ejecutivo, germinaba en diversos sectores del país -específicamente estudiantes, trabajadores, minorías sexuales, entre otros- un sentimiento de disconformidad con la política y los políticos, especialmente respecto de asuntos que terminaban siendo postergados de la discusión pública y que tenían clara relación con sus cosmovisiones de vida y de cómo éstas podían integrar la institucionalidad y la discusión nacional de manera más contundente. Ante la sostenida omisión o marginación de estos temas del debate cotidiano, se fue gestando aquello que los rusos denominaron a principios del siglo XX como la intelligentsia, es decir, una intelectualidad que se siente profundamente descontenta con el estado de cosas imperante, y que procede de todas las maneras posibles por cambiar el rumbo predominante.

Así entonces, la idea de dar la batalla cultural -desde los sectores progresistas- sostenida por Gramsci se instaló en Chile casi sin contrapesos. Los estudiantes aportaron con la tesis de promover una educación pública, financiada por los contribuyentes, y de calidad. Hoy, un porcentaje no menor sigue respaldando esa idea y defiende la gratuidad en educación superior instalada vía glosa presupuestaria. En materia política y constitucional, se consagró la visión de estar en un país que debe re pensar la distribución del poder imperante, y para ello se requiere nada menos que una nueva constitución que sea el fruto de una asamblea constituyente y el empoderamiento de la ciudadanía, que a juicio de sus defensores, requiere y merece un mayor poder político en el quehacer democrático. En esta cruzada, liderada por constitucionalistas como Fernando Atria, y cientistas políticos como Alfredo Joignant, el impacto ha sido tanto o más brutal que en lo educativo. En lo cultural, la idea de marchar hacia un país feminista o diverso, que logre la igualdad plena de todos, es acogida por un creciente número de habitantes. Respecto de la formación valórica y familiar de las futuras generaciones, el actual gobierno progresista de Michelle Bachelet -sustentado por la intelligentsia imperante- propone nada menos que otorgar al gobierno de turno el poder de decidir y orientar la forma en que los padres deben educar y formar a sus hijos -especialmente respecto de la sexualidad humana-, así como la posibilidad de mediar en conflictos que ambos agentes puedan llegar a tener.

Todo esto, sin que se manifieste una real respuesta contraria de parte de la oposición política al gobierno, que se ha dedicado simplemente a observar como estas ideas se posicionan sin tener la preparación intelectual, académica y política para contrarrestarlas, demostrando una ignorancia supina respecto de cómo funciona la política. Incluso más, no pocas de estas ideas son medianamente aceptadas por un grupo importante de ellos. Un ejemplo claro es el de Sebastián Piñera, cuyo programa de gobierno en materia económica es uno de los que involucra mayores niveles de gasto fiscal, al más puro estilo de un candidato socialitsa; por otra parte, el mismo candidato ha decidido aceptar y mantener algunas de las ideas instaladas por los sectores progresistas, como la gratuidad en educación superior.

Las consecuencias de toda esta conjunción de elementos es clara. El Chile de hoy es el fruto del método Gramsci. Michelle Bachelet y su gobierno, por muy mal desempeño que exhiban en la mayoría de las áreas de discusión, lograron su objetivo principal: Dar la batalla cultural por la instalación de ideas progresistas, correr el país hacia la izquierda, y comenzar a pavimentar una ruta con rumbo no muy desconocido, de corte populista, empeñado en transformar a Chile en un país que olvide su pasado concertacionista, y que comience nuevamente, por medio de una nueva institucionalidad política, cultural, económica y educacional, a forjarse una historia con otros tintes. Si la denominada derecha, junto con sus dos candidatos presidenciales, no toman nota de aquello, ni tampoco hacen el esfuerzo de disputar cultural y políticamente los espacios políticos necesarios, un eventual segundo gobierno de Sebastián Piñera podría convertirse nuevamente en una especie de paréntesis, o mucho peor, el epílogo de gobiernos republicanos desvanecidos en el tiempo, por gobiernos populistas

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